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En la Costa Chica de los años 40 no había pancartas. No había marchas.
Las mujeres de aquella época tenían la fatalidad de la sumisión a los varones, en casi todos los casos, como funesto destino.
Rebelarse al ancestral machismo era impensable.
Seguramente muchas, a su manera, públicamente o en privado, lo hicieron.
En esos años, en la lejana, en el tiempo y la distancia, Costa Chica oaxaqueña, muchas seguramente fueron asesinadas, por su vulnerable condición femenina y como motivación del odio criminal.
Entonces no se llamaba feminicidio. No había recuentos ni estadísticas. Ni siquiera en eso eran visibles.
¿“Sororidad”?, tampoco. El silencio y el sufrimiento interno en solitario eran cotidianos ingredientes infaltables de la violencia contra las mujeres, la que hoy es violencia de género.
Era una conducta atávica, normal y normalizada, educacional, casi genética; era un sistema establecido sin cuestionamientos.
Pero muchas fueron rompiendo con su perverso sino. Miles, seguramente.
Yo apenas puedo contar, desde las memorias ajenas, las historia de unas cuantas de ellas.
La primera y eje de la narración, que me he venido creando en la mente y en el corazón, se llamaba Zoila Baños Baños.
Fue la fundadora de la primera orquesta de señoritas de la añorada Pinotepa Nacional, Oaxaca, aquel terruño maravilloso que inspiró la famosa chilena del enorme Álvaro Genaro Carrillo Alarcón.
Zoila tuvo desde su juventud la vocación docente.
Le preocupaba su comunidad. Se motivó en las sonrisas de los niños costeños.
Le hacían rabiar, seguramente, las injusticias y la falta de oportunidades. La muy difícil vida como mujer joven, dos agravantes en el mundo misógino de su realidad.
Pero la contracorriente fue el acicate de Zoila.
Organizó a sus amigas, a sus compañeras.
Era una revoltosa y una rebelde. Seguramente así la veían los ojos masculinos.
Tenía los zapatos de nube (así describe a esas maravillosas mujeres inquietas el poeta cubano Noel Nicola).
Tenía el corazón, la mente y la lengua libres.
Su dulzura no reñía con su tenacidad ni con su fuerza.
Sus convicciones no disputaban espacio a su naturaleza femenina.
Hizo mucho y sus pasos le demandaron mayores caminos.
Dejó Pinotepa Nacional y se fue a los poblados cerca de la capital oaxaqueña a ejercer el magisterio rural.
Fue instructora de niños esperanzados, presos en una realidad de pobreza e ignorancia.
Rompió su realidad. Retó a su destino y cambió radicalmente su microcosmos, desde su fuerza propia.
Sus manos suaves tocaron sus miradas, sus vidas y sus sueños.
Por allá ella dio vida a dos hijas. Las amó seguramente hasta su último hálito, cuando antes de llegar a los 30 años de edad murió por una hepatitis mal atendida.
La violencia de género que combatió, en todas sus expresiones, también le arrancó la vida en los tiempos en que la salud pública no existía ni para hombres ni para mujeres.
Gloria con unos cuatro añitos en sus ojos vivaces y Clementina, quien apenas contaba con unos tres años de vida, quedaron huérfanas.
Aun en su ausencia definitiva, no solamente simbólica, con su muerte, volvió a padecer eso que hoy se llama violencia de género.
Sus hermanos, machos costeños prototipo, fueron por las niñas y sentenciaron a muerte a su padre, un tal Miguel Velasco, que no hizo algo jamás por volver a encontrarse con sus hijas.
Gloria y Clementina pasaron al cuidado de dos tías que las amaron como hijas.
Pero el sino continuó: Clementina murió muy pronto y muy cerca de la partida de Zoila y Gloria, ya sin nadie en el mundo, desde sus lágrimas infantiles tuvo que construirse un nuevo mundo, en el que el lejano eco de las palabras y el aroma de Zoila la han acompañado, más desde la imaginación, que, desde la memoria, desde hace unos 70 años.
Zoila era mi abuela, Gloria es mi madre, y fue una feminista de las de antes de las pancartas, las marchas y los puños levantados.
*Texto originalmente publicado el 9 de marzo de 2020